miércoles, 10 de septiembre de 2008

Las bombas de Palomares


El 17 de enero 1966 un B-52 con cuatro bombas atómicas chocó contra un avión nodriza que iba a repostarle. Dos de las bombas se abren al impactar contra el suelo liberando su contenido radiactivo (uranio y americio) creando una nube radiactiva en forma de aerosol. Durante los meses siguientes los militares norteamericanos establecen un control y limpieza radiológica, bautizado como «flecha rota» que concluye con el transporte de miles de toneladas de tierra contaminada a Estados Unidos. Desde entonces, los habitantes del pueblo son sometidos a controles epidemiológicos anuales en Madrid. Un estudio de la Universidad Autónoma de Barcelona asegura que el plancton de Palomares tiene cinco veces más radiación que el resto. Los últimos análisis de la zona afectada revelan que la cantidad de plutonio acumulada es 20 veces superior a la que se esperaba.

Un gigantesco bombardero B-52 de la fuerza aérea de los Estados Unidos tenía una cita con su avión nodriza. La cita se cumplió sobre la costa mediterránea de España, a las 10.20 de la mañana del 16 de marzo de 1966. El cargamento del B-52 consistía en cuatro bombas de hidrógeno de 1,5 megatones, con las que había estado dando vueltas sobre el Mediterráneo oriental durante 12 horas.
Foto de archivo de una de las bombas caída en las cercanías del pueblo de Palomares.
En ese momento, el bombardero tenía que cargar combustible en el aire, proporcionado por el avión nodriza, antes de regresar a Estados Unidos. A bordo del B-52, el capitán fijó la posición a 32 km detrás del avión nodriza y a 10.000 metros de altura. Había sido hasta entonces una larga y aburrida misión, que no difería de las cumplidas en los los vuelos de bombarderos dispuestos por el Comando Estratégico de Estados Unidos, a lo largo de los límites del telón de Acero, cada día del año.

Foto de un bombardero B-52 de la fuerza aérea de los Estados Unidos.
A bordo del avión nodriza K-135, que estaba delante, el mayor Emila Chapla se mantuvo en una dirección regular, a medida que observaba cómo el bombardero maniobraba para tomar la posición adecuada detrás suyo. Con anterioridad, Chapla había despegado de una base aérea que los Estados Unidos poseen cerca de Sevilla, en España, llevando mucha carga de combustible.
El B-52 acortó distancias, listo para ajustar la manguera, que salía de la proa de su avión, a la bomba de combustible que pendía de la panza del avión nodriza. Chapla observó cómo se acercaba el B-52. Pensó que se estaba acercando en un ángulo demasiado alto y a una velocidad excesiva. Envió un aviso por radio al B-52, pero cuando sus urgentes palabras acababan de ser pronunciadas, los dos inmensos aviones chocaron. El B-52 se elevó por debajo del avión nodriza y lo golpeó en la panza.
El mayor Chapla luchó por controlar su avión, gravemente averiado, para tratar de devolverlo, aunque incendiado, a la base. En el B-52, el capitán supo que su avión estaba perdido. La estructura y la cabina estaban destruidas y el avión comenzaba a despedazarse. El capitán y los dos tripulantes se arrojaron en paracaídas, justo un momento antes de que se produjera una
Foto de las bombas caídas en Almería y que ahora se encuentran en EE.UU.
tremenda explosión, que hizo entrar al gigantesco bombardero en tirabuzón hacia tierra, desparramando miles de fragmentos en su camino. Entre los escombros que llovieron sobre la costa española esa mañana, había cuatro bombas de hidrógeno de 7 m de largo cada una.

Las bombas cayeron en las cercanías del pueblo de Palomares. Ninguna de ellas explotó. Lo cual hubiera sido imposible, a no ser que hubiesen sido cebadas primero a bordo del B-52. Pero se temía que las carcasas de las bombas hubieran podido abrirse, al estallar los detonadores de TNT debido al impacto. Y nadie sabía con seguridad qué efectos podría tener un escape de plutonio y uranio radiactivos sobre la desprevenida población civil de Palomares. 

Tan pronto como se conoció el accidente, se formó un equipo militar de emergencia, que voló de Estados Unidos a España. Mientras tanto, los consejeros militares norteamericanos en España informaron de la novedad a las autoridades de Madrid, y un montón de altos jefes políticos llegaron a Palomares. 

A la prensa se le suministró un escueto informe, diciendo que un avión americano había sufrido un accidente que no había producido víctimas civiles. No se hizo mención alguna a las armas nucleares que llevaba el avión. Los campesinos de Palomares no estaban al tanto de los peligros que les acechaban. Pero con la llegada del equipo americano de emergencia y el cordón de seguridad sin precedentes que se había tendido en el área, los periódicos comenzaron a atar cabos. Descubrieron así que el avión accidentado era un B-52, y sospecharon que debía transportar armas nucleares. Y que esas bombas estaban ahora esparcidas por los campos de España. 

Pieza tras Pieza, los periodistas armaron el rompecabezas del desastre, a pesar de que tenían prohibida la entrada en el área. El mundo exterior fue informado con grandes titulares de lo que estaba sucediendo en los alrededores del pueblecito español. Pero en Palomares no se dijo nada a los campesinos. Se les prohibió cosechar sus campos de cultivo y se les ordenó permanecer en el pueblo. A medida que las tropas y los aviones comenzaban a pulular sobre los campos cultivados, los 2.500 habitantes de la comarca de Palomares comenzaron a alarmarse. 

Si hubieran sabido en qué clase de peligro se encontraban, se hubiesen sentido aún más inclinados al pánico. Porque las tres bombas que habían caído cerca del pueblo se habían abierto, debido al estallido de los detonadores, y estaban liberando plutonio y uranio hacia la atmósfera. La suave brisa que soplaba ese día estaba esparciendo a través de la polvorienta campiña española un veneno invisible. La primera bomba que se recuperó fue descubierta en campo abierto mediante reconocimientos aéreos. El estallido del TNT había abierto un pequeño cráter. Había perdido poco contenido. Otra bomba, también astillada, se encontró en una zona montañosa, a unos cinco kilómetros de Palomares. 

Una tercera bomba fue encontrada por un lugareño, junto a su casa, en las afueras del pueblo. Estaba en un pequeño cráter y despedía humo. Y no sólo humo, sino algo desconocido para el lugareño: polvo radiactivo. 

El desorientado español examinó la bomba destrozada, se alzó sobre ella y le dio un puntapié. Luego, fue a buscar a alguien que pudiera saber qué era aquel misterioso objeto. Y fue sólo después de algunas horas cuando la noticia llegó a oídos de los americanos: se había encontrado otra de las bombas. 

Se habían recuperado tres bombas, pero ¿dónde estaba la cuarta? 

Francisco Simó Orts, un pescador, proporcionó la respuesta. Simó estaba en el mar, a bordo de su barca, cuando ocurrió el accidente aéreo, a 10.000 m por encima de su cabeza. Algunos minutos después vio caer lentamente del cielo un largo objeto metálico, sostenido por dos paracaídas. El objeto cayó al mar a unos metros de su barca, y luego se hundió con rapidez. 

Orts recorrió el lugar, pero todos los rastros del misterioso objeto habían desaparecido. Siguió pescando y luego navegó hacia su casa. Cuando llegó al puerto, relató a sus amigos el extraño suceso del que había sido testigo. Decidieron informar a la policía local. Pero a causa del manto de secreto que los americanos habían echado sobre lo que llamaban en clave Operación Flecha Rota, ni siquiera la policía española sabía con exactitud qué estaba pasando. 

Cuando finalmente los americanos oyeron la historia del pescador, enviaron a los expertos para entrevistar e interrogar al apabullado Orts. Su descripción se ajustaba a los hechos. La bomba había caído al mar suspendida de un paracaídas, proyectado para sostenerla sobre un blanco determinado. El segundo paracaídas era el de seguridad. Orts salió en su barca con un equipo de expertos para mostrarles exactamente dónde se había sumergido la bomba en el mar. El problema consistió en que, una vez en el Mediterráneo, el pescador ya no estaba seguro de poder indicar con precisión el lugar exacto. Todo lo que los investigadores sabían era que la bomba estaba, probablemente, en algún lugar dentro de un área de quince kilómetros cuadrados, a unas seis millas de la costa, donde el escarpado fondo marino varía su profundidad entre los 25 y los 1.500 m. 

En alguna parte, allí abajo, estaba la cuarta bomba. 

Un grupo de búsqueda marina fue convocado en las afueras de Palomares; estaba dotado de 20 barcos, 2.000 marinos y 125 hombres rana. 

También disponía de un batíscafo y de dos submarinos miniatura. Se ordenó al equipo buscar la bomba y encontrarla a toda costa, antes de que la deposición de arena o de lodo la ocultara de la vista. 

Si no se encontraba la bomba, existía el peligro de que sus dispositivos de seguridad se oxidaran, permitiendo que los residuos radiactivos contaminaran el Mediterráneo. O que incluso provocaran una explosión capaz de crear una mortífera nube nuclear sobre la costa de España. También existía la posibilidad de que, si la bomba era abandonada, los rusos pudieran intentar encontrarla y desvelar sus secretos. La bomba debía, pues, ser hallada. 

Y fue hallada. El 15 de marzo, dos meses después del accidente aéreo, la tripulación del minisubmarino Alvin descubrió una muesca en el lodo, a 800 metros. Investigaron más atentamente y emergieron. Entonces, con angustia, descubrieron que no podían dar otra vez con el sitio. Al día siguiente hallaron la pista: descubrieron un paracaídas en el fondo marino. Siguieron las cuerdas del paracaídas y allí, en una angosta saliente suspendida sobre un abismo de 150 m, descansaba la bomba. 

Llevó más de tres semanas recuperarla, porque existía el peligro de hacerla caer de la saliente. Pero el 7 de abril de 1966, superadas varias amenazas de catástrofe, la bomba de hidrógeno fue izada a la superficie sin que sufriera desperfectos. Mientras tanto, gran parte de la población de Palomares estaba, en gran medida, fuera del peligro de la contaminación, y se acordó una compensación por la pérdida de los cultivos. 

Se había evitado una tragedia nuclear a una escala inimaginable.



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