Tan solo existen testimonios de un enfrentamiento entre las tropas imperiales españolas y los samuráis de Japón, en una serie de combates que tuvieron Filipinas como escenario
El archipiélago de las Filipinas había sido más o menos controlado y la piratería tan solo era un problema en el norte, en la isla de Luzón, en la desembocadura del río Cagayán. Desde allí, los piratas japoneses asolaban cada año zonas como Lingayén o la mismísima Manila.
Japón vivía una anarquía absoluta en la segunda mitad del siglo XVI, arrasado por las guerras civiles del período conocido como Sengoku. Los hombres que conformaban el ejército se encontraban muchas veces sin oficio y vagando por las islas del archipiélago nipón. Los samuráis sin dueño (ronin) no dudaban en enrolarse en barcos comandados por piratas en busca de los botines más suculentos de los mares de China.
Una carta a Felipe II que lo cambia todo
El 16 de junio de 1582 es una fecha clave. Gonzalo Ronquillo de Peñalosa, gobernador de Filipinas, escribió una carta a Felipe II detallándole la amenaza que suponían los piratas venidos del Japón para los intereses españoles en la zona. Para ese mismo año, se había establecido una colonia pirata en Luzón comandada por un caudillo japonés conocido como Tay Fusa, el cual disponía de una flota superior a la de los españoles
El Rey atendió la petición de Peñalosa y aceptó que se mandase a Juan Pablo de Carrión en una expedición para expulsar definitivamente a los piratas nipones de las Filipinas españolas. Recibió siete barcos: el navío San Yusepe, la galera Capitana y cinco fragatillas. Con unos 40 hombres de armas y alguna gente de mar.
Los japoneses conocían el secreto de la artillería gracias a sus contactos con los portugueses, habiendo perfeccionado los arcabuces hasta hacerlos más ligeros y mortíferos. En el inicio de su nueva misión, Carrión se dirigió a la desembocadura del Cagayán donde, tras doblar el cabo Bojeador se encontró con un barco pirata comandado por los japoneses que acababa de arrasar una aldea de pescadores.
La primera batalla contra los japoneses, en el mar
La nave Capitana consigue dar caza al barco japonés. Los españoles descargan su artillería y barren la cubierta nipona, causando un reguero de muerte cubierta por la pólvora de los arcabuces españoles. Aun así, los fieros japoneses no dudaron y aprovechando su todavía superioridad numérica, comenzaron el abordaje de las naves españolas echando un garfio a la galera y cayendo sobre las tropas de Carrión una lluvia de 200 piratas samuráis que fueron repelidos con éxito por las escasas decenas de españoles bien entrenados.
Los japoneses se retiraron, pero el San Yusepe se lanzó sobre ellos, los que iban cayendo bajo el fuego español, hasta el punto que muchos de los valientes samuráis acabaron por lanzarse al mar, tratando de escapar de la pólvora de los arcabuceros, con el inconveniente de acabar hundiéndose por el peso de sus míticas armaduras.
Terminado este primer enfrentamiento, los españoles pusieron rumbo a la desembocadura del Cagayán, río al que muchos de los españoles llamaban Tajo, un recorrido detenido por 18 naves japonesas que estaban saqueando una pequeña población de la zona. Los hombres de Carrión no dejaron de abrir fuego hasta causar cerca de 200 bajas en el enemigo, tras lo que ya por fin se llega a la desembocadura del río en la que los hombres de Carrión avistan 11 embarcaciones más y un fuerte establecido en las costas de Luzón.
El momento de los tercios: combate por tierra
Los españoles son, en este punto, tan solo unos 40, mientras que en sus cálculos creen que puede haber hasta 1000 japoneses en la zona. La batalla naval está condenada a la derrota, por lo que se opta por lo que mejor saben hacer los tercios bregados en mil y una batallas europeas: desembarcar y luchar en tierra. Así lo hacen Carrión y sus hombres, quienes se fortifican cerca del establecimiento nipón, bajando los cañones, preparando los aceros templados en Toledo para batirse contra las fieras y desconocidas katanas japonesas.
Los japoneses, en vista de la superioridad tecnológica de los pocos españoles que les hacen frente, tratan de negociar para evitar el combate. Ofrecen marcharse de Luzón a cambio de recibir una considerable suma de oro para compensarles por el territorio perdido y las oportunidades comerciales que dejarán de aprovechar, ya que estos piratas controlan varios puestos desde el archipiélago del Japón hasta las costas de la China continental, pasando por la isla de Taiwán.
Los españoles se niegan. Carrión despliega a sus hombres a la manera tradicional de los tercios, con los piqueros en primera línea. Con el primer rayo de sol, se lanza contra el grupo de unas pocas decenas de españoles una nube negra de hasta 600 piratas japoneses dispuestos a acabar con ellos. La artillería española abre fuego. Son muchas las bajas del lado nipón, pero debido a la gran diferencia de hombres, es inevitable que los piqueros acaben recibiendo un fuerte golpe por parte de los samuráis.
Carrión es ya un hombre mayor, experimentado. Ha pedido a sus hombres que embadurnen las picas con sebo, de forma que los japoneses no puedan arrebatárselas, una decisión que se mostrará clave en el mantenimiento de la posición por parte del contingente español.
El primer asalto de los piratas fracasa. Se produce un segundo. Un tercero. Nada que hacer. Tan solo han caído una decena de españoles, mientras que los japoneses cuentan por decenas los cadáveres de sus hombres a los que tendrán que velar. Pero ocurre algo, la pólvora se acaba. Carrión lo tiene claro, es un todo o nada. El combate será exclusivamente cuerpo a cuerpo.
El acero de Toledo contra la katana forjada en Japón
La técnica de los tercios lleva perfeccionada desde las guerras en Flandes. Los piqueros, en primera línea, establecen una separación con el atacante al modo de las falanges macedonias. Entre los huecos de estos, son el resto de hombres con sus espadas, los que se colocan para acabar con cualquiera que consiga sobrepasar la primera frontera de picas.
Los japoneses no tienen casi espacio y no pueden sostener sus temibles katanas con las dos manos, además de tener unas armaduras que, a pesar de provocar el terror en sus enemigos, resulta poco conveniente para un combate de este tipo al contar con demasiadas partes del cuerpo expuestas.
La lucha sin cuartel dura hasta cuatro horas en las que los españoles de Carrión consiguen resistir hasta provocar la retirada de los pocos piratas japoneses que quedan con vida. Estos huyeron a mar abierto, poniendo rumbo al resto de colonias piratas que tenían distribuidas por el mar de China. La vida de 800 japoneses valió para que durante más de 400 años las islas Filipinas no fueran atacadas por los vecinos del norte, una circunstancia que cambió a lo largo de la Segunda Guerra Mundial, donde el imperio aliado con el nazismo ocupó las islas que una vez defendieron heroicamente no más de 40 españoles comandados por un valiente palentino de casi 70 años.