A los 3 años, resolvía tests de inteligencia para adultos. A los 5 había terminado la primaria, a los 6 ya tenía el diploma de la secundaria, a los 7 iba a la universidad. Y a los 8 años terminó encerrado en un neuropsiquiátrico. Se golpea la cabeza contra la pared, intenta suicidarse y le implora a los médicos que, por favor, le devuelvan su gatito blanco, Jedi, que tiene el acceso prohibido al hospital.
No la llamemos una historia ejemplar de genialidad que deviene locura porque no lo es. La vida del “chico más inteligente del mundo” es la parábola obscena de muchas cosas -la ambición desesperada de una madre, la actitud cínica de los políticos y del periodismo, el oprobio de un sistema escolar que busca exaltar a los mejores en lugar de recuperar a los peores- que se entrelazan para destruir a un niño absolutamente normal. Porque la realidad es que Justin Chapman no es ningún genio.
Esta es la historia de un fraude llevado a cabo por una madre que aprovechó las grietas del sistema educativo norteamericano, obsesionado por los números y por la producción. Las primeras noticias del “superchico” llegaron a los diarios a fines de los años 90, cuando Elizabeth Chapman, una madre soltera, advirtió a varios institutos que se dedican a la educación de los pequeños genios que su hijo había obtenido los resultados máximos en varios tests oficiales de inteligencia para adultos. El chico tenía 3 años.
Siempre ávidos de “golpes publicitarios”, los institutos le enviaron varios formularios y los resultados que obtuvieron a vuelta de correo fueron sensacionales. Decir que Justin era el primero de la clase habría sido igual que decir que Einstein era bueno para las matemáticas. No se equivocaba nunca, resolvía todo, obtenía el récord de puntajes para todas las edades. Cuando sus pares empezaban la primaria, él ya la terminaba y se inscribía en una secundaria por correspondencia (la Cambridge Academy) vía Internet. A los 6 años recibió el diploma. Inmediatamente después, la madre hizo que le enviaran los papeles para el SAT, el test de admisión a la universidad. A los 7 años, Justin obtuvo el máximo puntaje (1600 puntos) y la industria de los diplomas se lo otorgó.
Se inscribió entonces en la respetable Universidad de Rochester, en el estado de Nueva York. Allí se lo veía en las aulas, sin dientes, entre alumnos de veinte años. Elizabeth, la madre, le construyó un sitio web. Su fama empezó a propagarse. Recibió fondos de institutos y centros que promueven la educación de los “pequeños genios”. Los políticos de todos los colores se dejaban ver con él. Lo recibió el gobernador republicano de Nueva York, George Pataki. Lo felicitaron Mario Cuomo y Rudy Giuliani, ambos ex alcaldes de la ciudad. También Hillary Clinton, senadora demócrata del estado, que corrió a su encuentro y no se limitó a la foto, sino que dijo haber discutido con él “los problemas de la educación para los chicos de inteligencia superior” en el transcurso de una cumbre grotesca entre una señora de 55 años y un chico de 7.
Congresos y asociaciones se disputaban al pequeño Einstein para sus propias conferencias: sólo en 2001 participó en 13 -remuneradas, naturalmente-. Pero cuando habló en la Universidad de Denver, algunos docentes empezaron a sospechar: “A mí me pareció un chico normal de 7 años, desenvuelto pero normal”, dijo una profesora de psicología infantil que había asistido a la conferencia para escucharlo. Y en la universidad, en la confrontación real con estudiantes y profesores de verdad, comenzaron los problemas.
Después de las primeras clases, Justin se desmoronó. Se escondía debajo de los bancos. Estallaba enllantos y gritos. Se golpeaba la cabeza contra la pared y los escritorios. Se negaba a comer. Vomitaba en clase. Lo visitó un psiquiatra y el veredicto fue tremendo: Justin es un chico trastornado, aterrorizado, casi psicótico. Intervinieron las autoridades públicas y el diagnóstico fue aún más terrible: si no lo alejan pronto de su madre, Justin se volverá clínicamente loco… si es que todavía es recuperable. Todos los analistas concuerdan: el pequeño sabio que dialogaba con funcionarios públicos y senadoras famosas es un chico absolutamente normal, incluso emotiva e intelectualmente atrasado.
A la madre le quitaron la tenencia del chico, que quedó a cargo del tribunal. ¿Y todos esos tests, esos resultados sensacionales, esos diplomas? Puras mentiras. La madre había hecho los exámenes por él, aprovechándose del anonimato que confiere Internet y de la crédula deshonestidad de las escuelas. Cuando las pruebas empezaban a resultarle muy difíciles, se transformó en una embaucadora cibernética. Había enviado por computadora los tests hechos por los alumnos más brillantes del país, los había reproducido con escáners, los había manipulado con programas especiales, atribuyéndolos a su pequeño Justin. Habían sonado centenares de señales de alarma, pero la necesidad de creer en el pequeño genio, el culto norteamericano de la “excepcionalidad”, habían sido más fuertes que la prudencia.
Naturalmente, ahora la madre dice lo que decimos todos los padres, que “lo hizo por él”, para darle a ese hijo único e “ilegítimo”, como todavía se sigue diciendo, “la posibilidad de abrirse camino en la vida”. Y, a decir verdad, el pobre Justin hizo camino: de Nueva York a Denver, de la univerisdad a una clínica psiquiátrica para menores. Ya intentó suicidarse tomándose un frasco entero de analgésicos. Se golpea la cabeza contra las paredes y pide, llorando, que le dejen ver a su gatito blanco. Y que le lleven su manta azul de Harry Potter. El gato tiene el acceso vedado pero, al parecer, el pobre Justin ya pudo recuperar su manta.
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